martes, 4 de enero de 2011

A LA ORILLA DEL PARAÍSO.

De pronto, me han dado unas ganas enormes de mostrarte Galicia y escuchar las gaitas y hablar por horas en una terraza sin tener prisa por llegar a la cama y desvestirnos. Tampoco tener prisa de despedirnos y correr hacia los otros, al mundo engañoso de lo cotidiano, de las llamadas y de las agendas, de los planes a futuro. Ganas, de no tener prisa y de tener en cambio, la escasa, la mínima certeza de tener a tu lado la mañana siguiente, y la siguiente, y por lo menos un par más. Se me ha metido en la cabeza, esa larga y dulce idea de que sabes algo mío que nadie más conoce, ni mi madre, ni mis confesoras más íntimas, ni mis amigos más cercanos. Como si me hubieras estado espiado en las mañanas y supieras cómo recojo mi pelo y de qué color es mi cepillo de dientes y qué me gusta desayunar los domingos. Pero tú y yo no nos conocemos así. No así. Hay ciertas cosas, pocas, que son susceptibles de ser, nada más, reconocidas. El delicado y poderoso universo de la intuición, el de las cosas percibidas, sentidas y sospechadas, que pertenecen, como diría Pellicer, a esa delgada línea que hay entre lo sencillo y lo sagrado; como los aromas y la tierra, como anima y animus. Tú, amor, me reconoces. Vienes, te aproximas y te dejas ir como si supieras que estamos en el ruedo para morir mientras hacemos algo hermoso, como si supieras de este impulso, que no es sádico, ni noble, sino que tiene la sensación de las esencias: Que me encantaría volverte loco y envolverte entre mis piernas un fin de semana de enero o de marzo y hacer vin brulé en el frío y ver películas atroces y reírnos y entender la vida. Ya te digo, volvernos locos.

Me miras, como si supieras, acaso, mi secreto: que no soy una femme fatale voraz e inquebrantable, sino que tan sólo estoy entregada a la poesía de esta vida, y tú te sientes como algo parecido a eso. Te quiero por instinto. Como un extraño déjà vu, te siento desde una memoria palpitante y básica, la memoria de los sentidos, a flor de piel, ahí estás.

Realmente no pensé que ésto pasaría,  y lo siento,  lo lamento,  pero tengo  tantas ganas de volver factual y terreno todo esto que es sublime, todo esto que es potencia, aire y fuego.  Quiero que hablemos de todo lo bello. Te supongo, te intuyo y fuegos artificiales estallan en mi centro. Me besas, me tocas, me tomas como si supieras que es nuestro deber amarnos, que nos lo debemos, cariño, por estética. Por lealtad a los más grandes amores, a aquello que no es de este mundo y que ha sido entregado a la hoguera insólita de este carísimo secreto. Secreto, hasta para nosotros mismos, a nuestras vidas que esperan siempre tener calma y equilibrio, almas ambiciosas, entendidas en su transformación y aprendizaje y por eso mismo, con intenciones de dejar de pisar el acelerador de la reparación constante. Pero esto no fluctúa en la vida, con la familia y los amigos, no es del mundo de los horarios,  de los compromisos, ni de los álbumes fotográficos. Es y fluye en la sangre, en las entrañas, es, amor y psique, un acto onírico, inconsciente, efímero, un abrevadero de poesía y psicomagia, que entonces, sí, es eterno. Parece que supieras, cariño, que nos mecemos a la orilla del abismo. Que tengo ganas de admitir, de asumir, de gritar que estamos tirando aguabendita, que nos reconocimos en la vida y que un día, tarde o temprano, verás, amor, verás, tendremos que saltar. ¿Cuánto espera un paraíso?
 
No sabía qué canción, de tantas, podría acompañar este post, así que pensé en la primera...y en la última, por cierto, deliciosa versión.

La última y nos vamos.

Esto ya es Aguapasada.