martes, 19 de julio de 2011

Historia de una fuente catalana.


Primera historia por encargo para Alí Lara 

...una de las dos Españas,
ha de helarte el corazón.

Antonio Machado.


La primera vez, llegué con un chileno medio mapuche, ex okupa de dudosas intenciones, de dudosa procedencia y de dudoso destino. Era una noche de octubre, cuando el frío comienza y los ánimos aún no están pisoteados por los largos meses de cielos grises y viento helado, antes de la familia postiza latinoamericana que Olmo y yo tuvimos a bien encontrar. Antes de que decidiéramos entristecer definitivamente y de que esa tristeza, vil y catalana, nos hiciera reventar al otro lado del océano, donde hay que tener temple y es difícil encontrar ayuda para llevar las maletas por el metro y recoger los escombros. Era una de esas noches, como las más lindas en Barcelona, en esa época del año, cuando todavía no llegan las invasiones bárbaras de guiris buscando alcohol y fiesta, mientras sinuosos ríos de cabecitas rubias, con sus fantasías sobre sexo y vacaciones, inundan de saludable capital extranjero, las calles y pasajes de la ciudad gótica. Barrio amigo y refugio de mis amigas, testigo medieval de esa crisis de chica moderna, de mi yo pobre, de mi yo migrante, de mi yo estudiante, de mi yo mujer. Cuando los días de playa se empiezan a contar, cuando las lunas de octubre nos protegen de la muerte y no hay entre las plazas y carrers, más que unas cuantas almas góticas, las que nos sentimos bien entre las gárgolas. Esos, los que tenemos la ciudad, lo tenemos todo.

Para mí, todo lo bueno de Barcelona hubiera podido estar ahí, como en un extraño sincretismo de mi historia en la ciudad: al sur de la catedral, frente a la puerta de Santa Eulalia y detrás de la esquina en donde el rey-escultura parece hacerle un favor sexual al obispo, (exactamente a espaldas de la casa del obispo). Allí, en el centro de todo y oculta tras de todo, está Sant Felip Neri, extraño rincón del universo.

Sant Felip Neri es un callejón grafiteado y un ex camposanto, es una fachada con restos de guerra, un muro raído con hoyos como historias, es una plaza, es una iglesia, es una fuente con una calavera, es el siglo XII, es un escenario, es tres vagabundos: el vagabundo de la guacamaya y la bicicleta, el Jordi, y el que me regaló esa hermosa pulsera de marca tan petulantemente robada. Saint Felip Neri es la belleza de la decadencia, una reliquia del anarquismo, espejismo de esa Barcelona que duele en un lugar que no se puede tocar, la ciudad que no pudo ser y la que no quiere ser, la ciudad que fui. 



Sant Felip Neri, de pie frente a su templo neobarroco del S. XVIII, permanece erguido como el testigo pétreo de lo que los hombres se hacen en la guerra. A la fachada, quizá fusilamiento, quizá bomba,  seguramente bombas le llueven ausencias.  La puerta contigua al templo fue un orfanato en tiempos de la guerra, esa guerra en la que todos morimos un poco, la última de la ciudad y, aventuradamente, muy aventuradamente, la última guerra de las ideas. Es un jardín de niños, jardín de niños que suena a que los niños florecieran. 

Y entonces sucede, que en Saint Felip Neri, cobijo de mujeres rotas y de vagabundos-hombres rotos y de niños que faltan, los árboles florecen y dan sombra a un jardín de infancia. Los niños de Barcelona, los de origen magrebí y los catalanes, corren, y sus madres con burka y sus madres con perforaciones, los esperan y una se pregunta por la vida y esas cosas. Sobre de qué maneras ser fértil. 

En Sant Felip Neri, también y sobre todo, como figura central pero discreta, había una fuente, a caso medieval, con una pequeña calavera de granito en la punta. Un cráneo del que la fuente brotaba, y por cuyas cuencas todo sucedía. Todos nosotros sucedimos. Tu amor y el mío. 

El mío se hizo estallar. El se tragó todo el miedo que traían mis maleficios. El siglo XX y su estela de metralla. Las pilas de la fuente que en marzo se llenaban de flores amarillas flotando sobre las aguas de su mudo conocimiento de los hombres y del mundo. Ahí se veía con ella. Ahí me sentaba a sostener la incertidumbre de mis veintitantos. 

Donde vendíamos boletos para el concierto de guitarra clásica, donde mis amigas y yo cantamos porque hay muy buena acústica. Donde conocí la historia de Jordi, donde me morí de frío y tomábamos cerveza. Ahí se veía con ella. La tomaba de la mano y le daba dos besos, se sentaban en la fuente de la calavera para hacer planes de amantes, mientras tramaban la salida por la ciudad gótica y se volvían otros dos tontos, en esta ciudad de sobrevivientes, de zombies, que piensan que refugiándose en el amor se salvarán de la peste de la soledad. Luego terminaron, y el encargado del Ayuntamiento pensó que con la calavera en la  punta de la fuente, no era posible sostener un huevo sobre el chorro, y por ello, la fuente de Sant Felip Neri, no podía participar en las fiesta de L'ou com balla, el huevo que baila, en Corpus Christi, y entonces mandó a removerla, a quitarla de la cima de lo que ahora sí parece ser una auténtica fuente catalana. El fin del testigo es el fin de la historia. 

Se que cuando él pasa por ahí siente toda esa ausencia. 




Besos infames, 
Aguamala o medusa.




Usted puede hallar la historia de Saint Felip Neri en internet, aunque antes, su buscador lo llevará a encontrarse con el anuncio del hotel de lujo que se ha instalado por ahí. Carcelona, como le dice mi amiga Nagore, es un Disneylandia para hipsters y un laberinto para ciegos.