martes, 22 de mayo de 2012

La rueca.

Buenos días. Natalia es hermosa, pienso. Me pregunto si sabe de la condición de sala de espera que tienen nuestros días. Me duelen los ojos, me arden. La punzada discreta en la punta de la cabeza ha crecido en los dos últimos días,  hoy se encarna en el centro de lo que me ocupa, tensión en los dientes, dolor en los dientes, en la quijada. Ampliación y latencia de la punzada en la cabeza, dolor que avanza reptando desde el medio día hasta las seis cincuenta y cinco. Párpados caídos, labios partidos, labios rotos de tus ausencias, espalda rígida, senos oprimidos.

Los ojos, mis ojos que se creían invitación para la fiesta son ojos síntoma, iris intoxicado de rutina y de vacío, opaco reflejo de una belleza tal vez antigua, tal vez añeja: Fuegos fatuos. Ojos dañados de no cerrarse, de no voltear los párpados hacia lo indispensable, de no mirar cine,  de no leer revistas, de no mirarme ya nunca, de no mirarte.

Estoy cansada de correr sin transpirar, sin sentir la explosión de la distancia superada. Los días me toman como olas, salir para ser amenazada por los autos, por la férrea estampida de egoísmo. Amenazada por los números. Por el depósito de documentos. Por el almacenamiento de logros y experiencias. El trabajo no dignifica. No siempre. Se sostiene a sí mismo mientras pasa sobre mi cuerpo, sobre mis años como una rueca de aguja amenazante para la libertad de la creación y el sueño. El sueño…tengo que dormir más. Tengo que descansar los huesos.
El trabajo no dignifica, no siempre. Oprime mi carne y sanciona mis días y nos sentimos tan afortunados por tenerlo. Por poder, a penas, sostener al trabajo con trabajo, por hacer girar la noria, el torniquete del metro, el volante del auto, el cajero automático. Por la mañana todos sonreímos y nos ofrecemos café para calmar la punzada en la cabeza,  recordatorio de la belleza perdida, de la libertad sacrificada al sistema…a lo visible productivo, a lo invisible reproductivo…A la coordinación, a la institución, a la universidad, al hogar…Todos, casi todos, los que la hija del candidato llama hijos de la prole, giramos en la vida para que la rueca invisible les funcione.
No es mi caso, pienso, yo aún tengo a la Cooperativa, que es la resistencia, que es lo más cabal que hacemos, que acontece con nuestras creencias. Tengo la escritura que es toccata y fuga. Y fuga.

Laurita abre el cajón que contiene arsenal de analgésicos de escritorio y me ofrece una aspirina. Tengo que preparar la graciosa huida.  Miro en Natalia la vaga y lejana veta de tristeza cuando nos deseamos un buen día.

Para la fuga...Calle 13!...Bueno, pero yo sí los leo!




miércoles, 16 de mayo de 2012

Lou Andreas Salome. Extraños compromisos históricos.


Lou Andreas Salome: Ein Walzer für sie. Extraños compromisos históricos.

Yo también me hubiera enamorado de Nietzsche. Me hubiese encantado  llamarlo Federico,  así, en castellano, pues en esta lengua, que es la que yo mejor hablo, parece un nombre muy hermoso y muy extraño.  Me da esa sensación de que más que el hombre, Federico, la palabra, sufre y prevalece, como si tuviera una mirada tan larga que abarcara la Historia y entendiera la sombra sin arrancarse los cabellos, sin que se desorbitaran los ojos. Intempestivo sí, loco sí, propenso a la avalancha sí, pero sobreviviente. Lo llamaría Federico en las abundantes cartas y diluvios,  cartas profusas de rito y puente. Porque me frustra un poco no tener una relación epistolar grave, seria, comprometida; no sé qué pasa con estos chicos de mi edad y de mi tiempo, que son todos novatos.  Muy probablemente, hubiese disfrutado de trazar con caligrafía especial  su nombre, y si hubiese hecho eso, también haría todas esas cosas que sólo se cuidan cuando algo nos significa la Tierra: “Federico mío: Nos encontraremos en  Junio. Viajaré a Italia”.

Lo hubiese llamado así al  hablar de él con mis padres y con mis amigas: -Madre, Federico no ha mejorado-, -Madre, Federico y yo nos encontraremos en Austria-  Y  lo hubiese llamado así, quedo y a la manera del amor que se ahoga con la sospecha de la muerte, cuando estuviera al borde de la cama y lo mirase enfermo una y otra vez. Una y otra vez, tendría presente la palabra disentería y nunca por esa causa, habría llorado frente a él. Nunca. Después de llamarse Federico, después de mantener la cordura ante la muerte de los dioses, yo ya no hubiese podido llorar. Habría sido cobarde.

Lloraría, en cambio, si acaso ahogado en  las hondas contradicciones que arrastran a los dementes y a los genios, en un arranque Wagner, me hubiese hecho sentir pequeña o rota. Habría llorado y con cada sollozo, él se sentiría idiota y derrotado. Federico, vir obscurissimus, eres un hombre simple e infame como somos todos.

Federico, lo llamaría así, en castellano, cuando fuese a encontrarlo a la provincia bohemia en el verano, cuando hubiese llegado a la casa de campo donde trabajaba y se restablecía de las insondables enfermedades de la guerra fugaz, la guerra con sus dioses muertos. Con esas largas secuelas de desesperanza para su cuerpo y sus libros.

Entrando al recibidor, le hubiese dado la mejor sonrisa de mis veintitantos y le haría una pregunta evocando cuestiones más o menos importantes pero tan íntimas y nuestras, que sólo Federico y yo hubiésemos sabido de qué se hablaba. Habría llevado todos mis vestidos, él estaba al tanto de que son las únicas prendas que permiten el vuelo y le llenaría la casa llena de flores porque es lo que yo hago en los lugares que se parecen a mi casa, establecer florales territorios,  elemento básico de colonización.

Hubiésemos tenido largas risas  analizando mi vago sistema moral y en cada visita, Federico guardaría nombres secretos para mí, nombres griegos,  y sólo porque nos habría gustado la hermenéutica de la sospecha, compartiríamos la tarde, el  vino y las metáforas.

Hubiese velado su languidez para verle escribir y yo, yo no habría escrito nada, hubiese seguido tocando el piano, pensaría con nostalgia en alguien del pasado, algunos nacen de manera póstuma.

Tuya,  Aguamala o medusa.

Los clics son por aquí: Anaïs Nin, on Lou Andreas-Salomé,